Rasquin se ha arriesgado a centrar la relación de dos hermanos de una barriada caraqueña en medio de su pasión por el fútbol y lo hace a sabiendas que el interés por este deporte se acrecienta cada año, al mismo tiempo que ofreciéndolo evidentemente como posible camino de salida a esa realidad difícil en la que se mueven los personajes protagonistas. Es un camino, por cierto, ya transitado por Alberto Arvelo en su documental Tocar y luchar, en el que muestra la labor ejercida por el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles venezolano de rescate de potenciales artistas musicales provenientes de los sectores marginales, fundamentalmente.
Pero Rasquin da un paso más evitando que el enunciado sólo se quede en un mero punto de didactismo paternalista, ese con el que se nos increpa a veces de "Hacer deporte es hacer Patria" o "¡Haz deporte, dile no a las drogas!". El director está consciente de que lo que quiere es contar una historia ficcional, creíble, conmovedora, entrañable a pesar del drama que se relata.
Pero Rasquin da un paso más evitando que el enunciado sólo se quede en un mero punto de didactismo paternalista, ese con el que se nos increpa a veces de "Hacer deporte es hacer Patria" o "¡Haz deporte, dile no a las drogas!". El director está consciente de que lo que quiere es contar una historia ficcional, creíble, conmovedora, entrañable a pesar del drama que se relata.
La sinopsis pudiera ser un previo a presenciar el lugar común: "Daniel es un delantero excepcional, un fenómeno. Julio es el capitán de su equipo. Ambos son hermanos de crianza y juegan fútbol en su pequeño barrio La Ceniza. Daniel desea con todas sus fuerzas jugar a nivel profesional, mientras Julio mantiene a la familia con dinero sucio: no tiene tiempo de soñar...". Pero el film es otra cosa. Allí está de nuevo la mirada al barrio. Otra vez, sí, pero realizada desde otra perspectiva. Allí están dos hermanos física y emocionalmente distintos, cuya relación es más afectiva y sincera de lo que uno pudiera esperar, y de una camaradería envidiable. Rasquin evita inteligentemente ubicar el asunto en el esquematismo muy común del hermano bueno y el hermano malo. Se trata de unos chicos que, aún con diferentes posturas, rebozan energía, vitalidad y amor por la vida y por el fútbol. Una relación que pudiera constituirse como punto de escape o, en todo caso, que se contrapone a una difícil realidad que parece atentar ésta constantemente contra aquella. He allí el robo de los zapatos de Daniel, que deviene en la muerte accidental de la madre; o la figura del mafioso del barrio que dirige una banda de delincuentes; o el embarazo precoz de la chica por la que Daniel siente especial interés...
Aquí Rasquin parece estar consciente de la fuerte carga de contenido social que rodea su historia, si agregamos a esto la figura de la mujer sola que levanta a sus hijos, muy común en la sociedad venezolana, y que representa la madre de los hermanos. Y añadamos, por supuesto, la violencia que aparece repentinamente en cualquier momento, como lo hace en el juego final... La manera de enfrentar cada uno de los hermanos estas situaciones es lo que le interesa al director y le otorga a sus personajes una entereza y sensibilidad totalmente creíbles y del todo justificables. Sólo el afecto y el respeto -y la admiración incluso- entre los hermanos y sus potencialidades deportivas es lo que parece importar ante esas desdichas o dificultades. Por eso conmueven tanto las escenas en donde comparten su dolor por la pérdida de la madre, sobre todo aquella frase de: "Ya se está yendo el olor a torta"... También esa imagen final con el rostro de Julio...
Rasquin no recarga las tintas y eso se le agradece. No busca el efectismo ni escandalizar, así como tampoco busca la lección moral ni la necesidad de redención o sacrificio, elementos que estaban allí, por demás. Rasquin ofrece sin pudor un fraterno cariño a sus personajes y eso se contagia al espectador. De resto, una realización impecable, sorprendente en una ópera prima en la que la cámara y el montaje cumplen una decisiva función para las escenas de los partidos de fútbol.
Aquí Rasquin parece estar consciente de la fuerte carga de contenido social que rodea su historia, si agregamos a esto la figura de la mujer sola que levanta a sus hijos, muy común en la sociedad venezolana, y que representa la madre de los hermanos. Y añadamos, por supuesto, la violencia que aparece repentinamente en cualquier momento, como lo hace en el juego final... La manera de enfrentar cada uno de los hermanos estas situaciones es lo que le interesa al director y le otorga a sus personajes una entereza y sensibilidad totalmente creíbles y del todo justificables. Sólo el afecto y el respeto -y la admiración incluso- entre los hermanos y sus potencialidades deportivas es lo que parece importar ante esas desdichas o dificultades. Por eso conmueven tanto las escenas en donde comparten su dolor por la pérdida de la madre, sobre todo aquella frase de: "Ya se está yendo el olor a torta"... También esa imagen final con el rostro de Julio...
Rasquin no recarga las tintas y eso se le agradece. No busca el efectismo ni escandalizar, así como tampoco busca la lección moral ni la necesidad de redención o sacrificio, elementos que estaban allí, por demás. Rasquin ofrece sin pudor un fraterno cariño a sus personajes y eso se contagia al espectador. De resto, una realización impecable, sorprendente en una ópera prima en la que la cámara y el montaje cumplen una decisiva función para las escenas de los partidos de fútbol.
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